Mijail y Andrei no tenían, desde luego, el mejor trabajo del Mundo. Eran inspectores de alcantarillas en Moscú, su capital, su ciudad desde hacía 56 años en el primero y 24 en el segundo. Su trabajo consistía en limpiar de basura humana, la que los 18 millones de moscotivas producen a diario, a las alcantarillas de la ciudad más extensa de Europa. Se decían a sí mismos que al menos tenían el orgullo de limpiar la mierda de la ciudad más fascinante de la Tierra, claro que ninguno de ellos había conocido otra, ni siquiera en Rusia. Mijail y su mujer tenían una dacha a las afueras, construida con sus propias manos. Andrei vivía con su madre jubilada en una pequeña casa a las afueras de la ciudad, donde no llegaba el Metro. Puede que en el Mundo hubiese trabajos peores que ese, pero desde luego ese era de los más asquerosos en la ciudad del Kremlin. -Al menos no tenemos que embalsamar a Lenin- decía Andrei, más por su miedo a los muertos que por prejuicios políticos. -Ojala pudiera jubilarme yo embalsamando al padre de la Revolución Rusa- contestaba, estoico, Mijail -Así al menos al acabar mi vida laboral podría tocar el cuerpo de aquel que me permitió vivir algunos de los mejores momentos de mi vida en la que todavía considero mi patria: la Unión Soviética-. Su serenidad, mezclada con melancolía y una consternación vital perenne, podían verse en sus ojos azules, casi grises, arqueados por unas casi inexistentes cejas y unas bolsas en los ojos rosadas, como sus extensas mejillas. Mijail tenía sobrepeso, aunque era muy ágil y habilidoso, además de muy responsable, lo que le había ganado respeto entre sus compañeros de trabajo. Andrei era enjuto, muy delgado, debido a una enfermedad que le obligó a no salir apenas de su casa en muchos años. Nunca contó a Mijail, ni a nadie, qué enfermedad tuvo. Solo él y su madre lo sabían. Él se consideraba feliz, aunque no se perdonaba el no haber podido, debido a su enfermedad, trabajar en el glorioso Ejército ruso, algo que a su madre causaba tristeza y vergüenza a partes iguales.
El día 11 de diciembre, en pleno invierno, les tocaba realizar una limpieza precisamente en el subsuelo de la Plaza Roja -El sitio más frío de Rusia, créeme, Andrei; puede que en el Ártico patrio estemos a más de 20 grados bajo cero, pero la Plaza Roja es lo más frío que existe-, le dijo esa noche Mijail a Andrei, mientras llegaban a la Plaza tras aparcar la furgoneta del trabajo en los aledaños -¿Por qué?- preguntaba Andrei -Porque aquí el viento que llega a la Plaza viene de toda Rusia, nos pega a todos por igual, y por mucha ropa térmica que lleves, la sensación de falta absoluta de calor en la piel es acongojante-. Andrei preguntaba por preguntar, porque la conversación llegada a este punto era circular. Siempre Mijail acababa hablando de lo fría que era la Plaza Roja, y no había semana rutinaria de visita a la misma y su mundo subterráneo donde no comentara la jugada.
El árbol navideño, alto y de luces entre amarillas y blancas, estaba ya dispuesto en la Plaza Roja, así como la extensa pista de patinaje sobre hielo, donde muchos jóvenes enamorados se dejaban ver mostrando sus torpezas de equilibrio sabiendo que así ganaban puntos para con sus amadas. Eran las 3 de la tarde, pero era de noche. En invierno en Rusia solo hay cinco horas de Sol, y las tres es la primera hora de la noche. Ese día había mucho turista llegado de diversas partes de Rusia y otras naciones de su órbita. Entraron por la misma tapa de siempre, casi al lado de la basílica de San Basilio. Entraron con sus cables enrollados al hombro, sus máquinas pequeñas de limpieza y sus cascos con linterna. Es sabido que Moscú esconde un montón de pasadizos subterráneos, conectados con el alcantarillado. Algunos realizados durante la Guerra Fría como refugios antinucleares, otros construidos antes y durante la Segunda Guerra Mundial, e incluso algunos de la época de los zares. Algunos pasadizos llevan a búnkeres, a lugares amplios con minas, a túneles angostos poco iluminados y a salones de obras con habitaciones para trabajadores adyacentes. Pero es casi imposible llegar a ellos. Si la Policía te ve intentando avanzar muy profundamente entre esos caminos del subsuelo puede caerte una multa de más de 1500 rublos. Andrei y Mijail no solían aventurarse mucho, sin embargo. Ellos bajaban, realizaban su trabajo y se marchaban. No obstante, conocían bien buena parte de los túneles que conectaban determinadas zonas de la ciudad entre sí porque habían estado en ellos durante horas, y ya llevaban cuatro años trabajando juntos. Sin embargo, esa noche iba a pasarles algo en el subsuelo que jamás olvidarían, ni ellos ni aquellos que tuvieron la suerte de escucharles su inverosímil relato...