sábado, 1 de febrero de 2014

II

Cuatro horas y media después de limpiar lo que tenían que limpiar, Andrei y Mijail descansaron solo unos minutos para sacar la petaca del bolsillo del mono de trabajo y beber un poco de vodka. Un vodka casi tan frío como las congeladas paredes del túnel donde se encontraban. Pero Mijail siempre tenía calor. Se movía mejor que Andrei aún siendo mayor que él y más grueso, por lo que limpiaba con mayor tino ciertos lugares difíciles como las esquinas o las rejillas de algunos viejos desagües. Siempre acababa su jornada laboral empapado en sudor. Sudaba tanto que, a pesar del frío, Andrei no podía tener su cara frente al cuerpo de Mijail porque le provocaba náuseas. Le quería mucho. No como a un padre, sino como a una especie de mentor vital, algo triste y depresivo, pero de una honradez sin fisuras. El padre real de Andrei vivía con una mujer joven en Chelyabinsk, en Siberia. Hacía cuatro años que no sabía nada de él. Mijail no tenía padres desde comienzos de la década del 2000. Empezó el nuevo siglo solo, y solo seguía.

Tras acabarse la petaca rápidamente entre ambos, y después de una conversación sin trascendencia alguna acerca del trabajo, mezclado con comentarios sobre el lugar donde se encontraban, Andrei se dio cuenta de que, tras recoger todos sus bártulos, el cepillo de barrer que había apoyado en la pared a la izquierda de donde se encontraban ya no estaba ahí. -Pues será mejor que lo encuentres, no vaya a ser que nos hagan comprar uno, y yo ahora mismo no puedo permitirme tener gastos inesperados en mi situación-, le dijo con mucha suavidad Mijail a su despistado compañero, -Yo tampoco puedo pagarlo-, respondió Andrei -pero tenemos que estar en media hora en Prospekt Mira para entregar inventario y poder irnos a casa-, afirmaba nervioso mientras se ajustaba de nuevo el casco con linterna y la encendía, -Mandaré un mensaje al jefe para que nos dé unos diez minutos de prórroga mientras buscamos el cepillo y nos vamos de aquí, pero no le diremos nada de que lo hemos perdido. Simplemente le diré que nos ha pillado un atasco al arrancar la furgoneta-, le decía Mijail a Andrei mientras le tranquilizaba tocándole el hombro derecho con su gruesa y sucia mano enfundada en un roto guante de trabajo. Andrei se puso a buscar el cepillo por el túnel donde se encontraban, sin llegar a verlo en ningún momento, y pasó por varios túneles en comunicación con el principal, hasta llegar al fondo del más lejano a ellos a su derecha, el más oscuro y frío. Al enfocar con el casco a este túnel vio algo que le desesperó sobremanera, pero que al mismo tiempo le inquietó bastante: el cepillo estaba ahí, en mitad del túnel, pero estaba roto, partido por la mitad y con la mitad del palo superior clavada en la pared.

Andrei se quedó asombrado al ver aquello, y Mijail le preguntó -¿Y bien? ¿Lo has encontrado?-, y sin dejar de enfocar a lo que quedaba del cepillo de barrer de base cuadrada Andrei respondió -Creo que sí-. -¿Cómo que crees? Ve a por él y tráelo aquí-, dijo Mijail con una sonrisa e indicando con un ademán a Andrei para que se acercase. -Voy-, dijo Andrei sin añadir más mientras una extraña sensación le invadió nada más entrar en el túnel. De repente, los lejanos ruidos de la Plaza Roja que antes podían oír, y que oían siempre que iban allí a trabajar, habían cedido su lugar a un silencio bastante hermético que de no ser por el leve silbido de un denso y frío, muy frío aire que golpeaba su cuerpo de manera suave a medida que se adentraba en la oscuridad del túnel, habría sido bastante más inquietante de lo que ya era. Incluso tuvo la sensación de que el túnel era más largo de cómo lo recordaba en otras ocasiones, pareciéndole incluso que dicho túnel era una novedad para él. Tardó cerca de un minuto y medio en llegar a donde se encontraba el cepillo, cuya base rectangular de fuertes cerdas marrones estaba impoluto, sin rastro de basura o de restos de la limpieza realizada. Fue lo primero que recogió. En aquel momento Andrei no tenía un pensamiento concreto en la cabeza, sino una mezcla de la necesidad que tenía de coger el cepillo y tratar de arreglarlo con Mijail, de tomarse su medicación que le tocaba dentro de una hora y de salir de ahí cuanto antes, pues se sentía intranquilo en aquel oscuro y hermético túnel. Al alzar la vista al palo ensartado en la pared se dio cuenta de que los ladrillos que lo rodeaban tenían un tono de color distinto al resto, como azulados y más avejentados. Pensó que estaban congelados, y al ver también una larga grieta que los atravesaba y que cruzaba el lugar del palo pensó que debía sacarlo de ahí estirando con fuerza pero sin brusquedad, para evitar resquebrajamientos que obligarían a realizar allí una obra de reconstrucción que, sin explicar muy bien por qué, no estaba seguro de que se pudiese realizar.

Cogió el palo con ambas manos y aunque parecía que se resistía, como si alguien estuviera tirando desde el otro lado del muro -¡Imposible!- pensó -No hay nada al otro lado-, poco a poco consiguió sacarlo. Al hacerlo gritó -¡Mijail, ya está, ya lo tengo-, mirando hacia la entrada al túnel por donde se había metido, llegando a ver al fondo una luz tenue que parecía hacer mover la silueta de alguien que se movía muy léntamente. A Andrei le entró pánico, porque no le parecía la sombra de Mijail, sino de alguien incluso más grueso y más grande, y mientras miraba esa sombra horrorizado, la grieta que pasaba ahora por el agujero circular que quedaba donde antes estaba el palo se resquebrajó aún más, y multitud de pequeñas grietas empezaron a surgir por todo el círculo de ladrillos congelados que la rodeaban, hasta hacerse cada vez más grandes mientras un sonido como de espejo que se rompía llenaba el túnel de un eco sordo que dejó a Andrei con la boca abierta mientras lo enfocaba todo con su linterna en el casco amarillo. De repente, un vacío de sonido le sobresalto seguido de un eco de gran amplitud y justo después de un estruendo que parecía una mezcla entre el derrumbe de una muralla y la rotura de una mesa de cristal al caer al suelo. La pared se había desmoronado y él con ella, pero hacia atrás. El ruido, a pesar del túnel, también sobresaltó a Mijail, que se levantó del bordillo donde estaba sentado y se fue corriendo a donde Andrei estaba. Mijail entró al túnel sin sentir en ningún momento las inquietantes sensaciones que sufrió Andrei al entrar. Entró corriendo a donde estaba su compañero, tirado en el suelo, apoyado sobre los antebrazos y mirando fijamente al enorme hueco que había ante él. Al agacharse, Mijail levantó a Andrei sin mirar todavía al nuevo hueco que se abría ante ellos. Le preguntó si estaba bien y, tras percatarse de la expresión de sorpresa de su cara, miró también al agujero que a su derecha se había abierto, quedando casi tan sorprendido como el joven Andrei.

Lo que ante ellos se abría no lo habían visto en su vida. Se trataba de otro túnel, perfectamente redondo salvo en la base, llana, en la que vislumbraron un camino en cuesta abajo. El camino era como de arena y polvo, mientras que las pareces del túnel eran de bloques de ladrillos sin cemento entre ellos, de un color azul acristalado con claroscuros ondulantes dentro de cada bloque. El túnel era oscuro, y un aire frío y vaporoso lo compactaba. Lo único que podía oírse en aquel momento era el aire del túnel donde estaban y sus propias respiraciones y pasos, pero no más, ni el fluir del agua y la basura a sus pies, ni el caminar rápido y escondido de las ratas. Aunque un ligero gemido parecía salir de aquel nuevo y maravilloso túnel frío y oscuro, un gemido lejano, hondo, como la respiración de un moribundo, que sonaba distante pero fuerte, como si saliese de un cuerpo de gran tamaño. No era un gemido agresivo pero sí poderoso, no inspiró miedo a Mijail que, tras mirar a Andrei fijamente a sus azules y asustados ojos, le calmó cogiéndole afectuosamente los hombros y le dijo -Creo que no perdemos nada si bajamos por este túnel. Quizás haya alguien muriéndose de frío, algún miserable que necesite ayuda y nosotros seamos lo más cerca que haya estado en mucho tiempo de ser rescatado por alguien de su infierno personal-.

Las palabras de Mijail sorprendieron a Andrei, pero no tenía motivo racional alguno para oponerse a la decisión, ya tomada por su compañero, de adentrarse en el túnel. Mijail no tenía miedo, Andrei no sabía ni lo que sentía, salvo un intenso frío solo calmado por el abrazo de Mijail. -Vamos, tengo algo de comida en los bolsillos-, dijo Mijail, y ambos se adentraron en el túnel, cuya entrada no fue lo más fantástico que pudieron ver aquella noche...

lunes, 13 de enero de 2014

I

Mijail y Andrei no tenían, desde luego, el mejor trabajo del Mundo. Eran inspectores de alcantarillas en Moscú, su capital, su ciudad desde hacía 56 años en el primero y 24 en el segundo. Su trabajo consistía en limpiar de basura humana, la que los 18 millones de moscotivas producen a diario, a las alcantarillas de la ciudad más extensa de Europa. Se decían a sí mismos que al menos tenían el orgullo de limpiar la mierda de la ciudad más fascinante de la Tierra, claro que ninguno de ellos había conocido otra, ni siquiera en Rusia. Mijail y su mujer tenían una dacha a las afueras, construida con sus propias manos. Andrei vivía con su madre jubilada en una pequeña casa a las afueras de la ciudad, donde no llegaba el Metro. Puede que en el Mundo hubiese trabajos peores que ese, pero desde luego ese era de los más asquerosos en la ciudad del Kremlin. -Al menos no tenemos que embalsamar a Lenin- decía Andrei, más por su miedo a los muertos que por prejuicios políticos. -Ojala pudiera jubilarme yo embalsamando al padre de la Revolución Rusa- contestaba, estoico, Mijail -Así al menos al acabar mi vida laboral podría tocar el cuerpo de aquel que me permitió vivir algunos de los mejores momentos de mi vida en la que todavía considero mi patria: la Unión Soviética-. Su serenidad, mezclada con melancolía y una consternación vital perenne, podían verse en sus ojos azules, casi grises, arqueados por unas casi inexistentes cejas y unas bolsas en los ojos rosadas, como sus extensas mejillas. Mijail tenía sobrepeso, aunque era muy ágil y habilidoso, además de muy responsable, lo que le había ganado respeto entre sus compañeros de trabajo. Andrei era enjuto, muy delgado, debido a una enfermedad que le obligó a no salir apenas de su casa en muchos años. Nunca contó a Mijail, ni a nadie, qué enfermedad tuvo. Solo él y su madre lo sabían. Él se consideraba feliz, aunque no se perdonaba el no haber podido, debido a su enfermedad, trabajar en el glorioso Ejército ruso, algo que a su madre causaba tristeza y vergüenza a partes iguales.

El día 11 de diciembre, en pleno invierno, les tocaba realizar una limpieza precisamente en el subsuelo de la Plaza Roja -El sitio más frío de Rusia, créeme, Andrei; puede que en el Ártico patrio estemos a más de 20 grados bajo cero, pero la Plaza Roja es lo más frío que existe-, le dijo esa noche Mijail a Andrei, mientras llegaban a la Plaza tras aparcar la furgoneta del trabajo en los aledaños -¿Por qué?- preguntaba Andrei -Porque aquí el viento que llega a la Plaza viene de toda Rusia, nos pega a todos por igual, y por mucha ropa térmica que lleves, la sensación de falta absoluta de calor en la piel es acongojante-. Andrei preguntaba por preguntar, porque la conversación llegada a este punto era circular. Siempre Mijail acababa hablando de lo fría que era la Plaza Roja, y no había semana rutinaria de visita a la misma y su mundo subterráneo donde no comentara la jugada.

El árbol navideño, alto y de luces entre amarillas y blancas, estaba ya dispuesto en la Plaza Roja, así como la extensa pista de patinaje sobre hielo, donde muchos jóvenes enamorados se dejaban ver mostrando sus torpezas de equilibrio sabiendo que así ganaban puntos para con sus amadas. Eran las 3 de la tarde, pero era de noche. En invierno en Rusia solo hay cinco horas de Sol, y las tres es la primera hora de la noche. Ese día había mucho turista llegado de diversas partes de Rusia y otras naciones de su órbita. Entraron por la misma tapa de siempre, casi al lado de la basílica de San Basilio. Entraron con sus cables enrollados al hombro, sus máquinas pequeñas de limpieza y sus cascos con linterna. Es sabido que Moscú esconde un montón de pasadizos subterráneos, conectados con el alcantarillado. Algunos realizados durante la Guerra Fría como refugios antinucleares, otros construidos antes y durante la Segunda Guerra Mundial, e incluso algunos de la época de los zares. Algunos pasadizos llevan a búnkeres, a lugares amplios con minas, a túneles angostos poco iluminados y a salones de obras con habitaciones para trabajadores adyacentes. Pero es casi imposible llegar a ellos. Si la Policía te ve intentando avanzar muy profundamente entre esos caminos del subsuelo puede caerte una multa de más de 1500 rublos. Andrei y Mijail no solían aventurarse mucho, sin embargo. Ellos bajaban, realizaban su trabajo y se marchaban. No obstante, conocían bien buena parte de los túneles que conectaban determinadas zonas de la ciudad entre sí porque habían estado en ellos durante horas, y ya llevaban cuatro años trabajando juntos. Sin embargo, esa noche iba a pasarles algo en el subsuelo que jamás olvidarían, ni ellos ni aquellos que tuvieron la suerte de escucharles su inverosímil relato...